Guillermo Altares
En los últimos años han llegado a las librerías españolas y de medio mundo los siguientes libros: La bibliotecaria de Auschwitz (del español Antonio Iturbe, escrita con respeto e información y, sobre todo, publicada en 2012, antes de que se convirtiese en una moda comercial); El fotógrafo de Auschwitz, que acaba de salir en España; El médico de Auschwitz; El maestro de Auschwitz; Las modistas de Auschwitz; La canción de Auschwitz; Canción de cuna de Auschwitz; El farmacéutico de Auschwitz; Las gemelas de Auschwitz; El mago de Auschwitz (hay dos con el mismo título, de diferentes autores); El tatuador de Auschwitz (un gran éxito internacional); El violín de Auschwitz; La hija de Auschwitz; En Auschwitz no había Prozac (sí, hay un libro que se titula así); El chico que siguió a su padre hasta Auschwitz; El superviviente de Auschwitz; KO Auschwitz; La chica que jugaba al ajedrez en Auschwitz; Yo, Dita Kraus. La bibliotecaria de Auschwitz; El voluntario de Auschwitz; La chica que escapó de Auschwitz y La bailarina de Auschwitz. Entre 2010 y 2024 en el ISBN aparecen 85 títulos disponibles con Auschwitz en el título: esta enumeración es una selección que no incluye los ensayos científicos rigurosos, como los de Laurence Rees o Sybille Steinbacher, ni clásicos de supervivientes del campo, como La trilogía de Auschwitz, de Primo Levi.
La inmensa mayoría están inspirados por historias reales que ocurrieron en el campo de concentración y exterminio alemán, en el que los nazis asesinaron a más de un millón de personas, principalmente judíos, noveladas con, digamos, cierta libertad con respecto a los hechos. No se trata de una parodia. Todos los títulos existen. Luego están las novelas, como El niño del pijama de rayas, en las que no aparece el nombre del campo en el título, aunque transcurren en ese escenario y que se han convertido en éxitos internacionales.
La forma en la que se puede representar la Shoah y el horror nazi —y si la ficción es una forma legítima de hacerlo— ha resultado problemática desde el final de la II Guerra Mundial; pero esta avalancha se produce en un momento importante y definitivo: desgraciadamente, cada vez quedan menos supervivientes que puedan contar lo que pasó y, con ellos, desaparece la memoria viva de una tragedia única. Por otro lado, prácticamente no queda ningún perpetrador vivo. Las narraciones en primera persona del horror dejarán paso en breve a una época sin testigos, en la que tendrán toda la responsabilidad del relato los que no lo vivieron —que tampoco podrán hablar con los que pasaron por los campos y los guetos—. Lo que está ocurriendo en las librerías no parece muy halagüeño.
Wanda Witek-Malicka, del Centro de Investigación del Museo de Auschwitz, se muestra rotunda: “Sin duda, y desgraciadamente, Auschwitz y el Holocausto como símbolos se han convertido en mercancías a la venta”. “Los libros con alambre de espino y trajes de rayas de presos en la portada se venden en tiendas de descuento, gasolineras y supermercados, y en las redes sociales se retratan en fotografías de colores pastel como lecturas perfectas para las vacaciones. Las novelas populares sobre Auschwitz, esencialmente ficciones sobre el Holocausto, no enseñan nada nuevo; simplemente reciclan el mismo conjunto de estereotipos y símbolos. La comercialización de Auschwitz y la popularización de una narración trivializada, extremadamente simplificada y romántica del Holocausto (destinada a la venta, una versión fácilmente digerible de la historia), crean una realidad educativa totalmente nueva a la que deben enfrentarse los profesionales que trabajan en los lugares de memoria”, sostiene esta experta que investiga en el Museo de Auschwitz, situado actualmente en Polonia —se encontraba en territorio ocupado por los nazis cuando el campo fue construido como el mayor centro de asesinato masivo del Tercer Reich— y patrimonio de la humanidad de la Unesco.
En el pasado, el Memorial de Auschwitz ya se había pronunciado sobre los errores históricos de alguna de esas novelas, convertidas en best-seller internacionales y que, por lo tanto, podrían reemplazar los hechos auténticos en la memoria colectiva. Su objetivo era dejar muy claro que quien leyese esos libros no estaba recibiendo información fidedigna sobre el Holocausto. Sobre El tatuador de Auschwitz, el Memorial difundió el siguiente mensaje en la red social Twitter en 2018 (en la que tiene actualmente un millón y medio de seguidores): “Debido a la cantidad de errores factuales, El tatuador de Auschwitz no puede recomendarse como una obra de valor para quienes deseen comprender la historia del campo. El libro es una impresión sobre Auschwitz inspirada en hechos auténticos, casi sin valor documental”.
Due to the number of factual errors "The Tattooist of Auschwitz" cannot be recommended as a valuable position for those who wish to understand the history of the camp. The book is an impression about Auschwitz inspired by authentic events, almost without any value as a document. https://t.co/76j88CJyDF — Auschwitz Memorial (@AuschwitzMuseum) November 20, 2018
La polémica que ha estallado en las últimas semanas por la novela El barracón de las mujeres (Espasa), de Fermina Cañaveras, que ha provocado protestas de familiares de supervivientes del campo de Ravensbrück que acusan a la autora de manipular la realidad para construir un éxito editorial a través del morbo, refleja un problema que nunca se ha cerrado: cómo contar el Holocausto y cuáles son las licencias que un narrador se puede tomar con la realidad al enfrentarse al nazismo. El libro de Cañaveras tuvo una edición anterior hace dos años en una editorial más pequeña, Molinos y Gigantes, con un título muy explícito, Putas de campo.
Su obra trata de la esclavitud sexual a la que fueron sometidas cientos de internas en el único campo de concentración nazi para mujeres, que fueron trasladadas a otros campos para prostituirse. Se podría argumentar que el éxito alcanzado por este libro ayuda a difundir un aspecto poco conocido del terror bajo el yugo nazi; pero también —como sostienen las familias de las supervivientes— que es puro morbo y que se utiliza el sufrimiento para vender libros inventándose historias alejadas de la realidad. Cuando se estrenó la serie Holocausto en 1978 se produjo una polémica no muy diferente: fue acusada de trivializar y convertir la Shoah en un culebrón.
“Falsa, ofensiva y barata. Es un insulto para los que sobrevivieron. Lo que aparece en la pantalla no tiene nada que ver con lo que ocurrió”, escribió cuando se estrenó Elie Wiesel, premio Nobel de la Paz, superviviente de Auschwitz y autor de obras fundamentales sobre el exterminio como La noche. El cineasta francés Claude Lanzmann, que estaba entonces trabajando en Shoah, el documental de 10 horas considerado el más importante filme sobre el Holocausto, se mostró todavía más rotundo: “Esto es ficción. Es decir una mentira fundamental, un crimen moral, un asesinato de la memoria”. Sin embargo, el impacto de la serie fue enorme y resultó fundamental para la difusión del genocidio judío en Alemania. Contribuyó a sacar del olvido un crimen que había sido relativamente enterrado. La revista Variety recogió entonces una encuesta que aseguraba que el 70% de los jóvenes alemanes de 14 a 19 años dijeron que habían aprendido más sobre el Holocausto en la serie que en el colegio.
Hace cerca de 30 años, en noviembre de 1993, se estrenó La lista de Schindler, la película de Steven Spielberg que adapta el libro del australiano Thomas Kennelly, tal vez el filme sobre el exterminio que ha logrado un mayor impacto global. El debate, de nuevo, resurgió. Algunos críticos pusieron objeciones a la escena del suspense en las duchas (durante unos minutos los espectadores no saben si va a salir gas o agua) o reprocharon la elección de narrar la historia de un alemán bueno en medio de una atrocidad que contó con la colaboración de todos los estamentos de la sociedad germana. Pero la fuerza visual se impuso de una forma rotunda.
Aun así, numerosas voces, entre ellas de nuevo la de Lanzmann, se alzaron contra la película. “Al ver La lista de Schindler, volví a sentir lo mismo que con Holocausto. Transgredir o trivializar es lo mismo: un culebrón o una película de Hollywood transgreden porque trivializan, aboliendo el carácter único del Holocausto”, escribió el cineasta en Le Monde en un artículo en el que reconocía, sin embargo, los méritos artísticos del filme y de su director. Sin embargo, años después, Lanzmann se pronunció a favor de El hijo de Saúl, del húngaro László Nemes, que vio en Cannes en 2015: “Ha inventado algo y ha sido lo bastante hábil para no tratar de representar el Holocausto, porque sabía que ni podía ni debía”. La vida es bella, de Roberto Begnini, provocó en 1997 a la vez encendidos elogios y grandes críticas por convertir el Holocausto en una especie de fábula; aunque fue un éxito de público y se hizo con el Oscar.
Pero el fenómeno al que muchos autores y editoriales se han lanzado en los últimos años, con Auschwitz convertido en una marca comercial, no tiene parangón. Como señaló recientemente el documentalista Ismael Alonso en Twitter, tras juntar en una misma imagen una parte de las portadas, “en serio, autores/as y editoriales, tenéis que parar esto...”.
Pero no todas las ficciones sobre Auschwitz son iguales ni todas responden al impulso mercantil. Otros ejemplos recientes son La zona de interés, el filme de Jonathan Glazer en el que solo se escucha el sonido del campo, lo que hace más aterrador este relato sobre la banalidad del mal, que logró el Oscar a la mejor película de habla no inglesa, o La pasajera, la ópera de Mieczyslaw Weinberg —superviviente del nazismo y del estalinismo—, de la que el Teatro Real de Madrid ha ofrecido recientemente un montaje sutil y brutal a la vez. Son relatos de ficción que someten al espectador a una tensión enorme, que le obligan a reflexionar sobre los abismos del mal y a mirarse en un espejo repulsivo, les sitúan en un lugar donde se diluyen las fronteras de la humanidad.
La profunda incomodidad que provocan la obra de Cañaveras y todo el atracón de ficciones que llevan Auschwitz en el título —de diferente valor artístico y documental— no está solo relacionada con su lejanía de la realidad; sino con lo que apuntaba Lanzmann: el peligro de que una tragedia única se trivialice. Elie Wiesel se pasó la vida luchando para que el Holocausto no se olvidase —”El olvido sería una injusticia absoluta como Auschwitz fue el crimen absoluto”, declaró en el proceso contra Klaus Barbie, el carnicero de Lyon— no solo por las víctimas, sino por sus lecciones para el presente: intentar comprender el nazismo significa, también, entender los mecanismos del mal en una sociedad.
En una entrevista con este diario en 1992, Wiesel se mostró muy preocupado por la guerra de Bosnia-Herzegovina, en la que los serbios cometieron un genocidio contra los bosnios. Acababa de visitar Sarejevo durante su asedio. “No tenemos derecho a comparar; pero tampoco tenemos derecho a callarnos”, señaló. El camino entre la difusión y la trivialización es muy estrecho; pero ahora mismo el problema no está en si Auschwitz ha sido olvidado —como ocurrió en Alemania hasta los años sesenta—, sino en si el horror nazi puede convertirse en una mercancía vulgar, sin valor para el presente más allá del comercial.
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